I. La fabulosa muerte y resurrección de Mariano Rajoy (capítulos 1 a 13)

Mariano en el lío



Ésta parece ya una historia de hace mil años. Pero ocurrió, vaya si ocurrió. Algunos viejos todavía nos acordamos. Aquel año vimos morir al presidente Mariano Rajoy fatalmente herido en un ajuste de cuentas y asistimos, incrédulos, a su resurrección contra la ley natural y contra toda razón.
El crimen, sin aclarar del todo, fue por cosas de familia: tú esto, tú lo otro, embrollos de celos y dineros con muchos reproches de por medio, viejas afrentas y cuentas pendientes. Nos llegaron rumores de pérfidas traiciones, de carreras por Palacio, de conciliábulos entre bambalinas. Contemplamos a los voceros desnortados, escuchamos insinuaciones disparatadas, palpamos el miedo y la rabia, y cuando ya preparábamos el brazalete para el velorio, fuimos pasmados testigos del milagro. El presidente Rajoy, muerto de necesidad, resucitó. Ahora, uno, solo quiere contarlo todo tal y como sucedió.
Empezando, como Dios manda, por el principio, nada hacía presagiar los terribles sucesos que vendrían. Suele pasar. Al principio todo era fanfarrias. Tras casi ocho años de campaña, pero al fin con el adversario socialista derrotado y rendido, Mariano Rajoy había alcanzado sus máximos objetivos políticos y vitales.
En noviembre de 2011 el Partido Popular ganó las elecciones generales con la más amplia mayoría jamás conseguida por la derecha española en unas elecciones. Fueron ciento ochenta y seis diputados y ciento treinta y seis senadores, tres diputados y nueve senadores más que los conseguidos por Aznar en aquel feliz año 2000, aquel cuarto año triunfal del Pequeño Gran Timonel del Partido Popular.
Lo de noviembre de 2011 fue un desquite de muchas penas y muchas puyas, demasiadas amarguras. Pero ahí estaban de nuevo las huestes Populares dispuestas a ocupar los mil palacios, a hacer saltar todos los resortes, a recuperar lo suyo para no volverlo a perder jamás. Ahí estaban, de nuevo, en el centro del gran poder madrileño, a un paso del cielo.
Eran más viejos, sí, pero también más experimentados, más resabiados, más fuertes, más duros. Se había acabado ya el rondar el poder como perros. El PP gobernaba en Galicia, Cantabria, La Rioja, Aragón, Castilla una y Castilla otra, Madrid autonómico, Extremadura, Valencia y Navarra, y ahora eran de nuevo los señores en el Gran Alcázar de Madrid-España para gobernarlos a todos, para someterlos a todos y unirlos en las Reformas. Mariano, sí, al fin, había dejado atrás a Josemari.
Los primeros días fueron de repesca. Decenas, centenares, miles de viejos amigos recibieron la llamada. Era la repoblación tras la Reconquista. Algunos fueron rescatados de la Xunta, muchos más de la Comunidad de Madrid, también llegaron desde Valladolid, de Burgos, de Bruselas, hasta de las islas llegaron, de todas partes, y por supuesto de Génova, y de los pasillos de los ministerios, dertve, de las empresas amigas, las públicas, las privatizadas y las privativas, asilados en la Cope, en Abc, en la inmensa constelación de chiringuitos y fundaciones, del aznaranato de FAES, y hasta los hubo que llegaron directamente de sus casas.
Los puestos de cabeza fueron, claro, para los veteranos de aquellos maravillosos años, los años locos de Aznar en la pequeña corte de Mariano, los que vivieron los hilillos del Prestige, el triunvirato de las Azores, la campaña del 2000 y tantas otras aventuras. Pero no sólo hubo puestos para aquellos, había todo un reino por repartir: ministros, secretarios, directores, adjuntos, adláteres, asesores, asignados, agregados, gregarios, jefes y jefecillos ocuparon sus feudos grandes y chicos.
Había llegado la hora de la verdad. El nuevo ejército se aprestaba para el gobierno de España. La moral era alta, aunque había un punto de nerviosa impaciencia. Era mucho lo que habían esperado, muchas las penas pasadas y Mariano debía demostrar que era el hombre en quien se podía confiar, el hombre que había dicho que era, que no era complejines ni leches, que no era un galleguista, que no era un vaguete. No sólo se trataba de repartir el pan y la sal entre aquellos a quienes el presidente debía algo, tenía que poner a cada cual en su sitio, a todos, tirios y troyanos, para así devolver a España a su lugar, aquél que Rajoy mismo situó entre los países normales, entre los países anglosajones, entre las democracias de Europa. España tenía que dejar de ser el farolillo rojo de la Era ZP. Todo eso era lo que los suyos, los once millones de noviembre, esperaban de Mariano Rajoy.
Que Mariano iba en serio lo demostró de allí en dos días. Tras treinta y dos años de puntual cita, aquella Navidad Mariano Rajoy renunció a la cena de los capones en Pontevedra. Él ya no era un simple registrador con la vida resuelta, ahora era el presidente de España y tenía graves obligaciones, España no estaba para cenas, dicen que dijo. La pandilla lo aceptó, qué remedio, aunque a regañadientes. Intentaron posponerlo unos días pero Mariano se mostró inflexible y lo dejaron para el otro año. Eso se dijeron, por darse ánimos, pero el caso es que no hubo cena.
No hubo cena. Vaya panda, debió de pensar Mariano, treinta y dos años cenando de moca y ahora que les toca pagar a ellos los capones, que no los pongo yo, no hacen la cena. ¿Es que no se han enterado de que es ahora cuando empiezan los sacrificios?
Pero es que tampoco era por eso, Mariano. Sin ti para repartir abrazos y favores, ¿a qué van a ir a verse la jeta los demás? ¿Qué iban a celebrar, ser la expandilla del presidente?
Lo cierto es que Mariano no dejó al pairo a su pandilla ni se quitó de las cenas, el vino, los puros, los whiskys, ni de otras cosas buenas de la vida por ser Presidente. No, no. Solo faltaría. Ése no es su estilo. A Dios gracias, Mariano no es uno de esos fundamentalistas que viven para el poder ni de esos otros ridículos arribistas que se olvidan de sus orígenes y ya solo atienden al relumbrón y las apariencias. No, pero es que tampoco era igual, no era lo mismo. Era otra cosa, algo más íntimo, más hondo. Mariano comenzaba a admitir, al fin, que ya no era aquel joven registrador que fue, que hacía décadas que no lo era y que jamás volvería a serlo, que había dado un nuevo paso, que el pasado pasado.
Sí, el veintiuno de diciembre Mariano dejó atrás muchos pasados. Ahora era Presidente y tenía nuevos amigos, otros íntimos a los que acogerse y a los que obsequiar.
En cierto modo, al entrar en Moncloa Mariano ya había cumplido. Pasara lo que pasara, lo había logrado, había sacado la gran oposición, era el Número Uno con Mayúsculas. Él era ahora el titular del Gran Registro y Notaría Central de España, y haber superado esta durísima prueba le justificaría el resto de su vida como aquella otra prueba, aquella lejana oposición a Registrador de la Propiedad, le había justificado hasta entonces. Con Mariano, los Rajoy habían llegado a lo más alto y cumplían su destino. En su particular universo de estirpes y raleas, Mariano había elevado la suya a la cima; ahora todos en la familia eran un poco presidentes
Mariano estaba más que contento y se notaba a su alrededor, mejor cuanto más cerca. Uno tras otro, los ministros nombrados se presentaban ante los medios radiantes y felices, translúcidos de satisfacción. Ni una sombra de preocupación parecía agobiarles. ¿Y los casi cuatro millones y medio de parados? ¿No les abrumaba la responsabilidad? Pues no, claro que no. No tenían más que mirar a su jefe, ¿acaso parecía preocupado? Rajoy había asegurado que con él en la Presidencia volvería la confianza y se iniciaría la recuperación y ahora él los nombraba a ellos ministros. ¿Acaso España no iba en la buena dirección?
En enero Mariano empezó a soltar prenda, empezó a soltarse. No al país, claro, ni a sus votantes, ni siquiera al Partido, pero sí entre su nueva parroquia, su nueva comunidad de vecinos. Fue aquello que le dijo al primer ministro finlandés: Este viernes hemos hecho la Ley de EstabilidadEl viernes que viene la Reforma Financiera. Luego la Laboral. La Laboral me va a costar una huelga. Como los micrófonos lo grabaron y nos enteramos de lo dicho, a su regreso de las Europas Rajoy dijo a los españoles que aquello había sido una conversación privada, o sea, que no nos interesaba y que nos estábamos entrometiendo en sus cosas. En realidad le importaba una higa que le hubiésemos escuchado o no. Es como si te oye el servicio, pues mira, tú estás allí para para lo que estás, a lo tuyo, y no te ocupas de si te escucha o no la chacha, ¿no? Tampoco nos tenemos que poner ahora a dar explicaciones a los camareros.
Uno, quizá, tiende a interpretar las cosas siempre por la tremenda, pero es que así de grande era la sonrisa que Rajoy puso al ver la cara de pasmo del finlandés. ¿Pero qué me cuenta este hombre?, debió de pensar Jirti, o Jyrti, o como se llamase el ministro aquel. Y Mariano, inflándose, ufano, pletórico mientras advertía la perplejidad del finés, soltaba aquello de: Me va a costar una huelga. Luego, a otro que pasaba por allí, le espetó: siempre es duro, pero ahora viene lo más duro. Mariano estaba en vena, crecido, orgulloso, feliz entre sus nuevos compañeros presidentes y presumiendo de las reformas que iba a hacer en su negociado, como ese vecino nuevo que se acaba de mudar y te cuenta: fíjate, solo la reforma del baño me va a costar un riñón. ¡Pero bueno soy yo!
Aquella era la primera reunión de mandatarios en Bruselas a la que asistía Rajoy. Allí le dio la bienvenida el mismísimo Von Rompuy con un cálido: bienfenido, y allí, Mariano, el último en el escalafoncillo de primeros ministros europeos pero con más mili que Cascorro se dijo ¡Ésta es la mía! ¡En tres patadas me los camelo! y le dio por presumir de lo que le iban a costar las reformas.
    - Un riñón, ya te digo.
    - ¿Cuánto dice, otro millón de parados?
    - Bueno, quien algo quiere algo le cuesta.
    - ¿Otro 6 % de déficit?
    - Pero es que mi reforma es de la mejor calidad, oyes.
    - ¿Otro 3 % de IVA?
    - Es que lo barato al final sale caro.
    - ¿Otros diez mil desahuciados? ¿Otras diez mil familias revolviendo en los contenedores?
    - Bueno, no, oiga, eso ya no es economía, eso es un problema de orden público.
Hay que reconocer que esa reunión no fue bien y que Mariano quedó mal. Como el culo, más bien. Mariano, con esa idea suya que tiene de que si habla cinco minutos convence a cualquiera porque no le contradicen, creyó que la estaba petando. Pero lo que le pasa a Mariano es que es un tío plomizo al que te quieres quitar de encima y no le dices que no, esperando que se calle.
Así que Mariano, allí, con su nueva pandilla, quiso ser campechano, amigable pero como es él, que es un tío sin gracia, y se dedicó a quejarse de lo mal que ZP le había dejado el negociado y a presumir de lo mucho que le iba a costar la reforma, poniendo los pelos de punta al personal. Y aún luego, por encima, en la reunión de verdad repitió más o menos el mismo discurso, que si iba a hacer unas reformas de rechupete y tal, pero ni se le ocurrió presentar planos de las obras, presupuestos, permisos, licencias, ni nada. Nada, como si estuviera en España. Mariano solo decía que si esto me lo han dejado muy mal pero que muy mal, pero no os preocupéis que yo voy a hacer lo que haga falta porque soy un señor y no como el otro que era un desgraciado y un lelo. Y en ese plan. Total, que quedó como otro spanish can-ta-ma-nia-nas. Porque esas maneras de presumir son maneras que no gustan en Europa, son maneras de informal, de fantoche, de mediterráneo fabulador y marrullero. Fíjate tú, Mariano, decir que eres mediterráneo, como Serrat. Es que en Europa son otra cultura y no nos entienden, no, ni en nuestra riqueza autonómica ni en nuestra idiosincrática españolidad constitucional.
El caso es que en la cumbre pinchó Mariano y perdió mucho crédito, cosa que se vio pronto. Así que a la vuelta, una soleada mañanita de febrero, Mariano recibía en Moncloa a Artur Mas, todavía un buen vecino de la comunidad, aunque con sus cosas de catalán, sí, que en todas las comunidades hay un raro, y le saludó con aquello de: ya ves, vivo en el lío; y todos en España entendimos a qué se refería el presidente. Bueno, todos menos el susodicho, el presidente, que creyó que había dicho lío por el revuelo de periodistas que les hacían fotos, ya ves. Pues no, Mariano, dijiste lío porque empezabas a estar preocupado y a mostrarse un poco en Babia y superado por los acontecimientos. Y todos lo entendimos porque, tú, Mariano eres un tío transparente que no sabe mentir, aunque tú solo te engañes.
No sería justo culpar a Mariano de todo lo que vino con la prima de riesgo y demás, ni justo ni necesario, si bien tampoco le excusa de no ver venir la que se montó, aunque lo explica un poco. Porque todos sabemos que hacer reformas en casa es un lío, sí, de mucho cuidado y un follón. Y como no estés encima enseguida se te van de madre los obreros picando y no te acaban en los plazos convenidos, ni quedan los alicatados como te dijeron y siempre hay problemas y contratiempos y más si te sale un vecino jodón que dice que le entra polvo en casa y al final las reformas te cuestan otro ojo de la cara más de lo que habías previsto, o sea, los dos. Y como dijo aquel perito si no hay parné no hay fuerza y en no habiendo fuerza las cosas se desmadran y los enanos se crecen. Y a Mariano, que no ensucia pero tampoco limpia, como sabemos, el lío de las reformas y de la deuda le despistó total, pero total-total de lo que pasaba con su buen amigo Luis. Y lo que pasaba era el tiempo y que Luis y Rosalía Cajita de Bombones seguían pendientes de Plaza de Castilla y que aquello no se arreglaba de una puñetera vez. Y Mariano, que ya sabes como es de buenazo y dejado, que te dice que no te preocupes y que las cosas llevan su ritmo y le quita hierro y que si la economía se arregla a medio plazo y que si eso se para solo y que nunca llovió que no escampase, espera que se espera a que las cosas se arreglen como se arregla la primavera después del invierno.
Pero no, Mariano, estabas confundido. Las cosas no se arreglan así. Las cosas si las dejas se lían por la entropía universal que regula la segunda Ley de la termodinámica o en su defecto la Ley de Murphy y si algo malo puede pasar, pasará. Y eso lo sabía bien Luis y bien que hizo lo posible por evitar que sucediera lo que al final sucedió y bien que lo avisó a todo el mundo.